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Iván Bort: California Dreamin’ (forever)

La cosecha de 2011 fue la más french de las que se recuerdan en los Oscar. Películas que homenajeaban los mágicos orígenes parisinos del cine como La invención de Hugo de Martin Scorsese o Midnight in Paris de Woody Allen estuvieron en una terna de la que salió claramente victoriosa The Artist, esa pequeña maravilla francesa nunca suficientemente reivindicada que reescribía entre intertítulos la inmortal historia de la Cantando bajo la lluvia de Gene Kelly y Stanley Donen (1952). Fue la última vez que la Academia de cine norteamericana consideró que un filme que apelaba a la nostalgia de otros tiempos mejores en Hollywood merecía ser la Mejor Película del año. Especialmente doloroso fue cuando La La Land, esa carta de amor “a los locos que aún sueñan”,lo consiguió solamente durante unos segundos, hasta que unos ya achacosos “Bonnie and Clyde” ­—elocuente síntoma del ya “Viejo Nuevo Hollywood”— se dieron cuenta de que hubo un error con los sobres.

El franco-estadounidense (trayecto geográfico emblemático del mismo séptimo arte) Damien Chazelle se convertía gracias a ella en el cineasta más joven en ganar el Oscar a Mejor Dirección, pero su película se quedaba sin la última y más importante estatuilla de aquella noche de, a la postre, empañado recuerdo. Tres años después de aquello, fue el cineasta que marcó a toda una generación, Quentin Tarantino, quien se quedaba sin Oscar a Mejor Película con otro extraordinario y soberbio homenaje nostálgico a la ciudad de las estrellas en su nada disimulado cuento titulado precisamente Érase una vez en… Hollywood (2019). En una de sus mejores escenas, Jose Feliciano versionaba el California Dreamin’ de The Mamas and the Papas mientras Brad Pitt —que sí se llevó por fin su merecido Oscar— y Leonardo Di Caprio conducían su Cadillac 1966 por Sunset Boulevard y Margot Robbie salía del cine —en el sentido más barthesiano de la expresión—.

El final de Babylon es, de hecho, una desbordante apoteosis cinéfila que debe pasar a la Historia como una suerte de Cinema Paradiso en el “Júpiter y más allá del infinito” de 2001: una odisea en el espacio

De todas ellas —además de a Robbie y a Pitt como protagonistas— bebe hasta emborracharse Babylon. La nueva película de Damien Chazelle es un desmesurado, pantagruélico y abradacabrante retrato de los excesos y extravagancias a través de las luces y sombras de los albores de Hollywood. Un relato de ascensos y caídas como en The Artist, La La Land o Érase una vez en… Hollywood, solo que, al naufragio de esta incomprensible deriva académica, Babylon no estuvo ni siquiera nominada a Mejor Película y no resultó vencedora en ninguna de las tres categorías “menores” a las que —casi como ofensa hacia Chazelle— estuvo nominada. Particularmente inexplicable resulta su derrota en el apartado de Banda Sonora Original, donde el habitual colaborador de Chazelle, Justin Hurwitz, partía de las notas de su oscarizada partitura de La La Land para entreverarla con tintes jazzísticos, étnicos, exóticos, wagnerianos y hasta integrando —cerrando la preciosa simetría con la que arrancamos este escrito— el mismísimo Singin’ in the Rain en su tracklist. Todas las críticas que se han cebado con Babylon la han tachado de desproporcionada —su metraje amenaza con aproximarse a las tres horas y media—, disparatada —con momentos soeces y secuencias sin sentido— y megalómana.

Decía el filósofo Friedrich von Schiller que «cuanto más majestuoso, atractivo, preponderante se vuelve el contenido, mayor es el triunfo del arte de un maestro capaz de someter ese contenido a una forma que lo destruye y hechiza al espectador». Precisamente esa puesta en forma —en términos de Santos Zunzunegui— o esa puesta en imágenes —concepto acuñado por Josep Maria Català— de Babylon —inspirada en parte por el libro Hollywood Babilonia de Kenneth Anger— es la que pone de manifiesto el asombroso virtuosismo y la libertad absoluta con la que Damien Chazelle caligrafía su ambiciosa obra maestra. “Tiene cuatro o cinco finales”, le reprocha otra parte de la crítica ahondando en su duración. Uno diría que es cierto, pero cada uno de ellos es aún mejor que el anterior. El final de Babylon es, de hecho, una desbordante apoteosis cinéfila que debe pasar a la Historia como una suerte de Cinema Paradiso en el “Júpiter y más allá del infinito” de 2001: una odisea en el espacio. Un sublime y fastuoso viaje —inmóvil, según Noël Burch— por lo que el cine ha sido, es y será. Un sueño compartido que nos recuerda que el cine sigue mereciendo palacios tan sublimes como los que tuvo en su periodo de mayor esplendor.

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