14 Jun Educar para compartir

¡Qué diferentes son los resultados en función de las varas de medir! También en materia de solidaridad. Estructuras sociales injustas y diferencias abismales en el desarrollo económico, en el control y reparto de recursos y en el nivel educativo de sus habitantes pueden convivir, coexisten, con fuertes disposiciones individuales a ayudar al prójimo, a donar tiempo y dinero a causas sociales y a implicarse en acciones de voluntariado.
Si por estas claves se midieran nuestras sociedades, el G-8 de países más avanzados del mundo cambiaría drásticamente. El índice CAF World Giving Index, impulsado por la fundación británica del mismo nombre, y que realiza la empresa de sondeos Gallup en base a 146.000 entrevistas en 139 países, establece que Indonesia es el país donde más gente afirma haber realizado un voluntariado en el último mes (un 55%). Sierra Leona, el país en que más gente afirma haber ayudado a un extraño en el mismo periodo (un 81%) y Birmania, donde más población asegura haber realizado donaciones en los últimos 30 días (91%).
Un llamativo porcentaje este último, que los autores del estudio atribuyen a motivos religiosos: nueve de cada diez birmanos son budistas, en su mayoría de la corriente theravada, que implica la costumbre de efectuar donaciones para mantener a quienes optan por la vida monástica, práctica conocida como Sangha Dana. Sin generosidad (Dana), no existe comunidad (Sangha). La práctica continuada de la donación se interpreta también como antídoto de la avaricia, que el cristianismo considera como uno de los siete pecados capitales.
Contraste espectacular. A pesar de ello, esta práctica solidaria individual no es contradictoria con la realidad de que Birmania ocupó en 2016 la posición nº145 en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) ajustado por desigualdad, elaborado por Naciones Unidas -de 188 países analizados-, y de que la economía del país, con tremendos desniveles en el reparto de recursos, esté controlada por partidarios de la antigua dictadura militar.
Sierra Leona, de hecho, aún puntúa mucho peor en este índice del IDH: el 179, por debajo de la República Democrática del Congo (176) o Camerún (153).
Indonesia, en cambio, parece la excepción que confirma la regla: sí forma parte del G-20 (el grupo de 20 países más desarrollados del mundo) y junto a Estados Unidos, Australia, Canadá, Reino Unido y Alemania, también miembros de este selecto club de naciones avanzadas, son los únicos que también aparecen en el ‘Top 20’ de esta peculiar encuesta global de la solidaridad.
Caminos diferentes, pero conectados. Desarrollo económico, social y educativo siguen caminos diferentes, aunque interconectados. De hecho, enseñar a compartir es una de las tareas formativas más importantes, desde las edades más tempranas, y se le otorga un papel muy importante entre las habilidades sociales a adquirir.
Enseñar a compartir evita comportamientos egoístas e individualistas que dificultan la convivencia en sociedad…y en familia. También es una cuestión clave para el futuro bienestar individual: el hombre es un animal social y su capacidad para construir relaciones provechosas y duraderas es clave. Sin capacidad para compartir y cooperar, su capacidad de desarrollo es menor.
Esta generosidad, sin embargo, no es innata: debe educarse. El instinto de un recién nacido es la supervivencia: la sola preocupación por sus necesidades personales.
Este egocentrismo se prolonga en lo que el psicólogo Jean Piaget denomina ‘etapa de egocentrismo infantil’, hasta los 24 meses (también se define más académicamente como etapa sensiomotriz), periodo durante el cual el niño considera que todo gira a su alrededor, y que el único punto de vista existente es el suyo.
Marisa Vázquez, psicóloga y orientadora en la etapa de Educación Infantil de Pureza Sant Cugat, detalla que el egoísmo inicial humano está marcado por la lucha por la supervivencia: «No hubiésemos sobrevivido sin esta capacidad para reclamar de forma insistente atención y alimento. Este egoísmo nos permitió afianzar nuestro desarrollo».
Aún así, a partir de los tres años, como parte del proceso de aprendizaje y de socialización, «respetando los ritmos personales, que son diferentes, y necesarios, hay que favorecer espacios para compartir», describe esta profesora en los grados en Educación y Psicología de la Universitat Abat Oliba CEU.
El objetivo final de estas acciones es «que el niño comprenda que tiene que tener en cuenta a los demás», detalla Vázquez, que durante más de cinco años ha ejercido el voluntariado como psicóloga de la asociación ‘Mujeres Latinas sin Fronteras’. Asimismo, opina que «educar para compartir no es sólo una cuestión de la escuela, sino de la familia».
Este compartir puede tener diferentes acepciones, como la de asumir responsabilidades en casa: «Que el niño colabore en las tareas domésticas, con lo sencillo que es, supone una gran ayuda en su proceso de aprendizaje. Si con tres o cuatro años, es capaz de coger unos calcetines y ponérselos, también es capaz en casa de llevar un plato sucio al lavaplatos». Esta profesora recalca que «el principal objetivo de la educación infantil es fomentar la autonomía personal, y eso es casi un objetivo de vida. Muchos padres olvidan eso y se convierten en ‘esclavos’ de sus hijos, haciéndoselo todo». Y no les hacen ningún favor.
Nivel micro, nivel macro. La coordinadora del grado en Educación Primaria del CESAG, Paloma Llabata, doctora en Pedagogía y profesora en las asignaturas de Educación Inclusiva e Innovación Educativa, entre otras, advierte que a la hora de enseñar el valor de compartir «existen diferentes niveles de intervención. Hay un nivel micro, que es el de las acciones concretas, pero también un nivel superior: que la cultura de la escuela esté empapada de este principio. Esto último es mucho más eficaz». Cualquier actividad de la escuela que no concuerda con los valores y cultura del centro, «tiene escasa trascendencia, se acaba convirtiendo en algo puntual, en poco más que una anécdota».
Para Llabata, asumir la importancia de compartir implica «analizar la perspectiva de los propios referentes del niño, los valores reales que aplica en su vida su familia y los del propio profesorado. ¿En qué pensamos? ¿En qué creemos realmente? ¿Compartimos en nuestra vida diaria? Si no lo hacemos nosotros, ¿creemos que la escuela nos lo va a solucionar? Como profesores, ¿hemos sido nosotros mismos voluntarios en alguna asociación? ¿Hemos dedicado tiempo a los demás? Si asumimos que el ejemplo tiene un gran valor educativo», que familias y padres vayan en la misma dirección, refuerza la eficacia de cualquier acción a emprender.
Para la doctora Ana Core, profesora del CESAG en los grados en Educación Infantil y Primaria, un tema básico relacionado con compartir es «la interdependencia. No estamos solos en el mundo: lo que hacen los demás me afecta, directa o indirectamente» e interesa educar la sensibilidad hacia las necesidades del otro como base de una buena convivencia y de la cohesión social.
Diferentes niveles de intervención. «Las relaciones de interdependencia se estructuran en base a sistemas. Un aula es un sistema. Una escuela lo es; una familia también. La sociedad reúne múltiples sistemas. Si no comparto, esto acaba afectando al resto. Me aíslo», algo negativo para el desarrollo, no sólo a nivel individual. «Compartir está vinculado al mundo emocional, y también al social», remacha Llabata.
Core, autora de una tesis doctoral sobre la educación para la no-violencia, interpreta que para marcarse objetivos en la educación de valores, hay que seguir cuatro pasos: «El primero, conocer a los alumnos y el contexto en que viven. El segundo, decidir qué valores y actitudes quiero fomentar en los niños. Una vez que conoces perfectamente el entorno, puedes comenzar a planificar objetivos en función de edades, que es el tercer paso. El último es el diseño de acciones concretas, con carácter transversal».
Actividades en función del contexto y edad. Paloma Llabata agrega que hay que planificar de forma diferente las actividades en función de la edad del niño: «En Infantil, han de ir siempre ligadas a conductas muy concretas. En Primaria, en que los niños pasan ya tener un pensamiento más abstracto, puedes introducir la reflexión sobre por qué unos países son ricos y otros pobres».
Llabata y Core recalcan «la importancia de tener en cuenta el contexto de las familias y de las escuelas, que hace que las necesidades, la realidad y la forma de ver las cosas de los niños cambien». A modo de ejemplo, desarrollar una campaña para incentivar donativos económicos en una escuela situada en un barrio humilde es contraproducente, porque puede faltar dinero en las familias, y es «más efectivo plantear iniciativas que permitan a los niños compartir experiencias con personas mayores, incentivado las relaciones personales».
Y es que el mensaje que lanzan estas dos profesoras de Educación Inclusiva del CESAG es que «para educar personas solidarias, que quieran compartir, más que dinero, lo que se precisa es capacidad para compartir vivencias y entender qué siente el otro. Sin comprender su necesidad, es difícil que el alumno comparta».
Diferentes experiencias de compartir. Las vivencias del compartir, para que sean efectivas e interiorizadas, deben realizarse en la escuela en diferentes ambientes, Por ejemplo, «compartir material escolar es útil. Los lápices y gomas que utilizo ya no son sólo míos. Es un ejemplo sencillo, pero que ayuda», describe Ana Core. «Igualmente lo es compartir conocimientos y experiencias con compañeros de otras clases», algo que estimula los procesos de socialización, de cooperación y conocimiento mutuo, y que para Paloma Llabata, además, «rompe con un modelo de organización rígida de la escuela, y también con la imagen del estudiante en la educación de estilo tradicional de un ser pasivo», que se limita a escuchar las lecciones del maestro.
Metodologías activas. A este respecto, las metodologías didácticas que buscan una «partipación más activa» del alumnado son también las ideales para la educación de valores: desde el aprendizaje cooperativo, al aprendizaje-servicio y la preparación de proyectos de trabajo y de investigación.
La asunción de estos valores se basa en su «interiorización» por parte del alumno, «respetando sus ritmos personales, no forzándole a compartir, que es una imposición externa. El niño no debe compartir porque se le fuerza». Si es así, la eficacia de lo que se pretende conseguir puede bajar en picado.
Una investigación del departamento de Psicología de la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, dirigida por los doctores Nadia Chernyak y Tamar Kushnir, publicada en 2013 en la revista Psychological Science bajo el título de Giving preschoolers choice increases sharing behavior, señala que dar la opción a los menores de compartir o no sus juguetes, hacía que su generosidad aumentase. Si los niños se percibían a sí mismos como personas a las que les gusta compartir, «serán más propensos a actuar de una manera socialmente aceptada en el futuro» y compartirán sus juguetes.
Diferentes experiencias. En cambio, los niños de tres a cinco años a los que se instó a compartir juguetes, porque no era su respuesta automática, sólo lo hacían cuando recibían la orden expresa. Si no recibían este requerimiento, optaban por no hacerlo: no habían interiorizado de las órdenes anteriores que compartir fuese algo conveniente, sólo se quedaban en su fuero interno que era una imposición. El mensaje tras esta investigación es que conviene desarrollar ambientes y escenarios variados que incentiven y activen, de manera autónoma, la opción personal de compartir.
«Hay que evitar que la experiencia de compartir sea desagradable para el niño», asume Marisa Vázquez, «cuando es algo muy gratificante. Hay un montón de situaciones naturales, no forzadas, en las que puede surgir desde la escuela la experiencia de compartir».
Activación de nuevas capacidades. «Compartir no es sólo dar, sino también recibir. Un voluntariado, por ejemplo, te puede descubrir capacidades y habilidades que nunca habías desarrollado. También se aprende de manera más rápida, más eficaz, cuando se comparte conocimiento y se trabaja verdaderamente en grupo. Esta es la base del aprendizaje cooperativo. Compartir es una suma espectacular», estima Vázquez, quien agrega que «compartir nos sitúa, además, en la escala del ser, frente a la del tener, a la que ahora se le da tanta importancia, cuando lo más importante en nuestras vidas es siempre el ser. Y ser es gratis». La capacidad «de salir de uno de mismo, de saber adaptarse al otro», también permite el desarrollo de personas más fuertes, con más recursos «para no frustrarse por tonterías, para no ser caprichosos y egoístas».
Perfil del voluntariado. Una vez bien asentada esta capacidad de compartir, el compromiso del joven puede desembocar en un mayor compromiso social, que en algunos casos se concreta en voluntariado: ofrecer conocimiento y tiempo al servicio de los demás.
Según el informe La acción voluntaria en 2017, el pasado mes de octubre un 8,5 por ciento de la población mayor de 14 años en España era voluntaria en alguna organización. Los cinco principales ámbitos donde centran su labor en España es, en primer lugar, la ayuda a personas sin hogar (13% del total). En segunda y tercera posición, la promoción y defensa de los derechos humanos (12,1% del total), así como la ayuda a personas con discapacidad física o psíquica (12%). En cuarto y quinto lugar, el cuidado y acompañamiento a personas enfermas (10,7%) y la ayuda a personas dependientes (10,5%).
Según este informe de la Plataforma del Voluntariado de España, un 37% de la población española mayor de 18 años afirma colaborar con una ONG, dos puntos menos que en 2016.
Los ámbitos de colaboración son muy diversos: un 32,4 por ciento centra su aportación en el aspecto económico (como donante de dinero o en especias), mientras que en el 8,5% de los casos esta ayuda se hacía a nivel de voluntario.
En este perfil de personas que colaboran de alguna manera con una ONG existen más mujeres (un 57,3%) que hombres (42,7%) y el rango de edad en el que se registra una mayor implicación es en el de personas de 65 años y más (un 47% del total).
Es de destacar que aún existe una cierta confusión social en España en la definición exacta de qué se considera voluntariado. Ya en 2003, el filósofo y teólogo Luis Aranguren Gonzalo, en el documento para Cáritas El voluntariado, agente de transformación, apuntaba que «no toda acción solidaria debe confundirse con el voluntariado (…) La tradicional solidaridad primaria de nuestro entorno mediterráneo, que favorece la ayuda mutua y la atención recíproca entre vecinos, amigos o familiares, se enmarca en un humus cultural (…) Pero no necesariamente estamos hablando de voluntariado, sino de acciones esporádicas u organizadas de personas de buena voluntad, que libremente realizan acciones solidarias concretas por su cuenta y sin el amparo de ninguna organización».
Ya entonces, Aranguren señalaba la diversidad de procedencias y motivos, y asumía que «en el origen del voluntariado que hoy conocemos no domina la actitud de transformación o de cambio social. Es una realidad más pendiente de los efectos del sufrimiento humano que de sus causas». Como mensaje al voluntario creyente, Aranguren asume «que no hay transformación social sin revolución interior» y que «no hay transformación social sin búsqueda de Dios», sin que eso quiera decir que el no creyente no tenga su propia capacidad para transformar la sociedad.
En los colegios de Pureza de María de Santa Cruz y Los Realejos, en Tenerife, los alumnos de Religión en 1º de Bachillerato participan en el proyecto de voluntariado ‘Marcamos la diferencia’. El colegio de los Realejos (ver Mater Purissima 160, página 48) recibió el pasado diciembre un premio del Programa ‘Tenerife Solidario’ del Cabildo por su labor de enseñanza en los valores del voluntariado y en la solidaridad.
En Santa Cruz, donde se inició este proyecto hace ocho años, la coordinadora de Pastoral e impulsora de esta iniciativa, María Dolores López, rp, señala que mediante el programa, que incluye formación en el propio centro y nueve horas fuera de horario escolar en una ONG de su elección, los estudiantes, de forma práctica y vivencial, «perciben el sentido de sus vidas en la ayuda al prójimo».
López estima que la práctica del voluntariado es un buen modelo de experiencia de aprendizaje-servicio y permite asumir al estudiante un papel «proactivo, que se anima a tomar iniciativas» para mejorar la sociedad, al tiempo que «conoce y experimenta el fuerte compromiso social de muchas personas y entidades sociales católicas, más allá de las que ya les son más familiares, como Cáritas o Manos Unidas».
En este sentido, considera que «es en la ayuda al otro donde se encuentra el nexo de unión entre los estudiantes que creen y quienes no», constituyéndose como una potente herramienta de evangelización. «La verdad está en la vivencia, en la experiencia en primera persona: Jesús vino a este mundo a tocar la realidad para transformarla, no lo hizo desde la teoría, sino a pie de suelo. El mensaje del Papa y del Evangelio es el del compromiso con los pobres», bajando a su nivel, «no sintiéndose superiores ni mejores personas que ellos».
El programa de voluntariado también supone darse de bruces con la realidad «y borrar los estereotipos, con una gran variedad de experiencias y situaciones, que luego comparten en clase», con la implicación de los tutores. Pueden descubrir que «estar en un punto de información de una ONG es estar aburrido una tarde entera sin que venga nadie. Eso también es voluntariado. También lo es estar expuesto al impacto emocional, como cuando quien recibe la ayuda en un comedor social de su elección es una persona de su misma edad, lo que algunos viven como una situación incómoda, o de vergüenza. Desde ahí se construye el verdadero sentido de la solidaridad, que no es el de sentirse bueno renunciando a lo que te sobra, sino como acto de justicia».
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