11 Abr Construir personas solidarias
«La organización social actual valora el trabajo en equipo, pero conduce con frecuencia al individualismo». Por tanto, cabe fomentar «el trabajo cooperativo, las metodologías activas y la solidaridad frente a la competitividad». Entre las capacidades del alumno, el desarrollo «de una dimensión social, que les impulse al servicio de la justicia, la solidaridad y la fraternidad». Son palabras recogidas en la propuesta educativa de los colegios de Pureza de María.
¿Cómo construir personas solidarias y compasivas? Fácil de escribir, complejo de conseguir, porque no depende sólo del centro: también de familia y del entorno. Gran y reiterativo reto, con múltiples aristas pedagógicas y éticas: desde la educación inclusiva, a la formación en valores.
«La solidaridad es un valor esencial para vivir en comunidad», describe la catedrática de la Universitat de Barcelona María Rosa Buxarrais, licenciada en Psicología y Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación. «Los seres humanos somos sociales por naturaleza, y al vivir en sociedad, preocuparse por los demás debería ser normal». Muchos valores forman parte de lo que ella define como habilidades blandas, hasta ahora secundarias en la educación formal, pero que «son básicas para el éxito profesional y en la vida». Entre ellas, pensamiento crítico y analítico, la proactividad, la capacidad de resolución de problemas y de administración de tiempos, el ejercicio del trabajo en equipo, la autoconfianza y la capacidad de ser confiable.
Sin embargo, el punto de partida es que «hemos tenido una educación racional y poco emocional». Y para ser solidarios, hay que emprender desde lo básico: «sin empatía (capacidad de ‘leer’ emocionalmente a las personas), no hay solidaridad», por lo que el establecimiento «de buenos vínculos emocionales entre profesor y alumno» se hace básico.
«Si existe este vínculo, será más fácil que exista una motivación en el alumno para realizar un aprendizaje. Ello implica también que el profesor sea visto como modelo, lo que le supone, si quiere ser efectivo, no sólo hablar de valores, sino de su práctica» y esto exige constante reflexión sobre su desempeño en el aula. También se plantea entonces el dilema de que «el profesor no quiera ser visto como tal modelo». La negativa a hacerlo también supone una toma de posición al respecto frente a los alumnos, y una realidad: «el trabajo de un educador no es un trabajo más», tiene un componente vocacional.
Para Gerardo Echeita, doctor y profesor del departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y especialista en educación inclusiva, señala que los valores (como el de la solidaridad), «nos remiten a qué tipo de sociedad queremos. La sociedad también es lo que ocurre y se construye cada día en el aula, por lo que ponen en relación lo que dices y propones con lo que realmente haces. No cuentan tanto los valores declarados, como los vigilados», donde el centro controla su aplicación «de una forma regular y rigurosa. La educación inclusiva no es una utopía, tenemos ejemplos sobrados, tanto en este país como fuera, de que es algo factible».
EDUCAR EN VALORES ES PRACTICARLOS
En opinión de Echeita, implicado en el Consorcio Universitario para la Educación Inclusiva, existe un modelo de escuela en la actualidad que puede favorecer y priorizar la adquisición de unos contenidos y de unas competencias por encima de otras, que pueden parecer de segunda categoría, «como son aquella de carácter más relacional, afectivo, de civismo y de compromiso social», ante lo que debemos «evitar una contraposición y lucha entre unos tipos de competencias y otras, porque es un planteamiento que lleva a un mal final».
Educación inclusiva, aunque es un concepto que tradicionalmente se ha tendido a identificar con la formación de alumnos con necesidades educativas especiales, es algo «que tiene que ver con todos los alumnos, educarlos en base a sus diferentes puntos de partida. Esta es la base de nuestro trabajo: acoger, cuidar, ofrecer bienestar y capacidades de desarrollo para todos».
Para el autor de obras como Educación para la inclusión o educación sin exclusiones, «si tienes un aula diversa, desde el punto de competencias, procedencias y valores, lo que no puedes hacer es una aula homogénea. Implica reconocer y aplicar que existen diferentes vías para aprender, y asumir que hay diferentes sistemas de evaluación, que no tienen por qué ser únicos».
Echeita señala que «el valor de la igualdad se sostiene y se ve en la práctica». Apunta que en la actuación del profesorado en este ámbito, no cuenta tanto la formación recibida (la educación inclusiva es parte de los planes de estudio desde hace muchos años en los grados en Educación), sino «cuál es el modelo aplicado en la escuela y su desempeño en los cuatro o cinco primeros años de inserción profesional». La educación eficaz e inclusiva «no es la de un reino de taifas, en que cada profesor decide y dispone, sino la de una comunidad de aprendizaje, en que profesores y familias comparten y evalúan valores y prácticas». Si el modelo educativo del centro es convencional, de poco valdrá la formación recibida en educación inclusiva si no es aplicada.
Metodologías
Para él, la escuela actual «sigue un modelo de ‘exclusión incluyente’, en que los alumnos con discapacidades y con problemas de aprendizaje son integrados en la escuela, pero ni son valorados, ni queridos ni en realidad, bien tratados», por lo que aún queda mucho trecho por recorrer.
¿Hay metodologías didácticas más efectivas que otras para la educación de valores? Para Buxarrais, integrante del grupo de investigación de la UB en educación moral (GREM), «las más útiles son las basadas en el concepto de aprendizaje-servicio». Este modelo propone une currículum académico con el servicio comunitario, en la educación experiencial. «Para conseguir una persona solidaria, la persona ha de entrar en contacto con realidades que le impulsen a serlo. Tiene que vincularse con el otro emocionalmente», agrega esta profesora, para quien «tampoco existe transmisión de valores sin que cada alumno realice un análisis de ellos y una conexión con su propia experiencia. Hay que poner en relación valores, pensamientos y conductas», lo que requiere construir un relato individual, que hace muy convenientes actividades como simulaciones o debates: «el simple hecho de llevar a clase una noticia y que cada uno explique qué relación tiene esa noticia con sus valores ayuda».
Evaluación
Ser solidario «es compartir, ir más allá de tu individualidad. La alternativa es no entrar en contacto con los demás. El individualismo llevado a la exageración es negativo, y en la actualidad, y todos somos corresponsables, es fomentado continuamente, también desde los medios de comunicación».
¿Son evaluables los valores? Según el criterio de esta especialista, «como tales, no, pero sí podemos evaluar una serie de competencias y disposiciones que hacen que la persona sea más buena en un sentido moral. Por ejemplo: ¿es capaz de utilizar el diálogo para resolver conflictos?, ¿es capaz de regular su comportamiento?, ¿tiene capacidades para ponerse en el lugar de otro?».
El trabajo en el aula, agrega Echeita, debe «basarse en evidencias, no en ocurrencias», lo que también supone tener capacidad de adaptación a la realidad de cada centro: «Si no aceptamos una financiación diferente y prioritaria para los centros que concentran el mayor número de alumnos con problemas de aprendizaje, perpetuamos la desigualdad».
Para la responsable de Educación de Fe y Alegría en España, Irene Guerrero, la adquisición de valores como la solidaridad «es siempre algo que requiere tiempo: un mínimo de tres o cuatro años» de trabajo continuo. En su red de centros se impulsa la participación voluntaria de los alumnos de entre 12 y 18 años en sus Redes Solidarias de Jóvenes, con un carácter extracurricular, donde son ellos mismos quienes escogen sus temas de compromiso, «en acciones locales pero que también te requieren después pensar en el tema a nivel global». Los profesores se constituyen en acompañantes y guías en sus acciones, «en un proceso de crecimiento personal, donde lo básico es vivir experiencias» que te incentiven al compromiso. En este sentido, es «muy importante intercambiar experiencias con jóvenes de tu edad y que trabajan en redes similares de otras ciudades y países, algo que muestra al estudiante «que el cambio es posible y que son muchos quienes trabajan en esta dirección», además de consolidar «relaciones y amistades que refuerzan estilos de vida y valores positivos, importantísimos en esta edad, en que buscas ser aceptado por tus iguales, y valores como la solidaridad pueden ser vistos por la mayoría como contraculturales». El apoyo mutuo entre estudiantes, el profesorado, que también se implica de forma voluntaria en estas redes, y los padres, «que muchas veces animan a sus hijos a participar en estos grupos, tiene un efecto positivo multiplicador», recalca.
En la preocupación por la educación de valores como la solidaridad también han surgido diferentes enfoques, como la ética y la pedagogía del cuidado y de la compasión, con pensadoras como Nel Noddings. En su obra, Ética de la compasión, el filósofo Joan Carles Mèlich habla de que no hay ética porque uno cumpla con su deber, sino porque nuestra respuesta ha sido adecuada al sufrimiento. No hay ética porque sepamos que es el bien, sino porque hemos vivido y hemos sido testigos de la experiencia del mal. Por ello, establece diferencias entre decir y mostrar, entre testimonio y ejemplo, y la ética «a diferencia de la moral, es la respuesta compasiva que damos a los heridos que nos interpelan en los distintos trayectos de nuestra vida» y la vulnerabilidad, una de nuestras características principales.
Reflexión y meditación para el ejercicio de valores
En la práctica educativa de los valores, Rosa Buxarrais destaca que es importante «buscar y encontrar qué te hace pensar, y fomentar la reflexión de qué se hace y sus porqués. Cualquier conducta tiene relación con uno mismo, lo que sirve para descubrir en el proceso quién eres y si quieres hacer cambios».
La meditación, según un estudio que implicó a investigadores de Harvard y de la Northeastern University, es una interesante vía de desarrollo del comportamiento social. El estudio, recogido en la revista ‘Psychological Science’, analizó el comportamiento de dos grupos: el primero, que realizó una formación en diferentes técnicas de meditación durante ocho semanas, frente a un segundo que no. Como simulación final, se escenificó el siguiente ejercicio: en una sala de espera llena, se sentó a dos actores y a un participante de la investigación. Mientras esté esperaba para ser atendido, un tercer actor entraba en la sala usando muletas y trataba de sentarse mientras fingía sentir un gran dolor. El papel de los otros actores era el de ignorarlo. El 50% de los que recibieron formación en meditación, acudieron en ayuda de la persona con muletas, frente al 15% de quienes no fueron formados en estas técnicas.
Sorry, the comment form is closed at this time.