15 Abr Luna, lunera
La luna es imagen de la Iglesia porque brilla, pero no lo hace con luz propia
A menudo nuestras palabras y conceptos resultan insuficientes para expresar el universo de deseos, sentimientos y emociones que constituyen nuestra realidad más íntima. Algo parecido sucede cuando tratamos de explicar los misterios de nuestra fe. Nuestro lenguaje se presenta muy limitado para describir realidades que trascienden la materialidad de las cosas.
Hace ya muchos siglos que los Padres de la Iglesia se toparon con esta dificultad. Sin embargo, su profundo sentido de lo sagrado y el amor hacia las realidades divinas despertó su creatividad y les hizo capaces de elaborar toda una teología simbólica. Basada en sugerentes imágenes, esta forma de hacer teología les permitía hablar de los misterios de la fe con un profundo respeto y humildad. Conscientes de que nuestra razón no puede pretender una explicación total del misterio, proponían, sin embargo, símbolos sugerentes que ponían de relieve algunos de los aspectos más importante de la fe cristiana.
En unos momentos más que en otros de la historia, la teología en torno a estas imágenes y símbolos se ha continuado desarrollando hasta nuestros días.
El teólogo Hugo Rahner, por ejemplo, profundizó en algunas de estas imágenes que utilizaban los Padres para describir la Iglesia (H. Rahner, Simboli della Chiesa, 1971). En concreto, se interesó por la Iglesia vista bajo el símbolo de la luna (mysterium lunae). En este símbolo nos detendremos.
H. Rahner señala que la primera referencia patrística a la luna identificaba a ésta con el hombre, mientras que al sol lo identificaba con Dios (Teófilo Antioqueno). De ahí parte la eclesiología lunar de los Padres que se desarrolla principalmente bajo tres aspectos:
1) La Iglesia es la Esposa “bella como la luna”, en quien tiene cumplimiento el misterio del Esposo (Elio, el Sol). La Iglesia es por tanto la verdadera Selina (Luna) revestida de la luz del divino Logos.
En una incesante renuncia, propia del amor conyugal, la luna se esconde, disminuye, suprime su visibilidad terrena y justamente en esta amorosa anulación, alcanza la más íntima unión con el Esposo.
2) En segundo lugar, la Iglesia, fecundada por la fuerza generativa de Dios, es madre. También Selina, desapareciendo para dar paso a Elio (Sol), se convierte en madre de todos los seres vivos de la tierra. La Iglesia, muriendo en Cristo, escondiéndose para mostrarle a Él, recibe la fuerza para generar la vida espiritual. Se transforma en fuente del agua bautismal, dispensadora de la corriente de gracia, que expande en el silencio nocturno de la vida terrena.
Con palabras de Ambrosio : “La luna decrece para colmar de vida los elementos. Éste es el gran misterio. Esto le ha sido concedido por aquél que a todos ha donado la gracia. La ha anulado, para después recolmarla. Aquél que se rebajó a si mismo para llenar todas las cosas. Se abajó para descender hasta nosotros, descendió entre nosotros para ser el camino de ascenso para todos. La luna anuncia por tanto el misterio de Cristo.”
En cuanto que es amada por Cristo, la Iglesia genera vida. Su fecundidad le viene por la unión con Él.
3) Por último, Selina con pasión reprimida y un impulso siempre renovado, gira en torno a Elio, y su morir llega a la plenitud del esplendor de su plenilunio. De igual modo, la Iglesia es también modelo y anticipación de la futura resurrección a la vida nueva, plenitud del hombre. Y es que la realidad terrena de la Iglesia sólo puede ser percibida verdaderamente mediante una mirada hacia su fin último.
S. Ambrosio escribía: “La Iglesia tiene sus fases, de persecución y de paz. Parece que disminuye, como la luna, pero no es así (…) La luna sufre una disminución de luz, pero no de cuerpo. El disco lunar permanece íntegro.”
Durante la noche y en el período de su crecimiento la Iglesia camina hacia el día en que cesa todo morir y peregrinar.
El símbolo de la luna evoca por consiguiente tres dimensiones de la relación de la Iglesia con Cristo: Esposa, Madre y Reina. Padres como Orígenes, Ambrosio o Agustín han desarrollado una profunda eclesiología en torno a esta simbología lunar. Quizá la frase que mejor justifique la analogía entre la Iglesia y la luna sea la siguiente: “La luna es imagen de la Iglesia porque brilla, pero no con luz propia”. La Iglesia resplandece no por luz propia, sino por la de Cristo y toma su resplandor del Sol de justicia, de modo que puede decir: no soy ya yo que vivo, sino Cristo en mí. “¡Verdaderamente eres dichosa, oh luna, que has merecido tan gran signo!” (S. Ambrosio).
Hace unos años, el entonces Card. Ratzinger escribía un artículo exponiendo los motivos que hacían aún razonable para el cristiano su permanencia en la Iglesia. En este artículo se servía también del simbolismo de la luna en estos términos: “La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de Otro. Es oscuridad y luz al mismo tiempo. Aunque por sí misma es oscuridad, da luz en virtud de otro de quien refleja la luz.
Precisamente por esto simboliza la Iglesia, que resplandece aunque de por sí sea obscura; no es luminosa en virtud de la propia luz, sino del verdadero sol, Jesucristo, de tal modo que siendo solamente tierra -también la luna solamente es otra tierra- está en grado de iluminar la noche de nuestra lejanía de Dios: «la luna narra el misterio de Cristo».
Mas no hemos de forzar los símbolos; su eficacia está en la inmediatez plástica que no se puede encuadrar en esquemas lógicos. Sin embargo en esta época nuestra de viajes lunares surge espontáneamente profundizar esta comparación, que confrontando el pensamiento físico con el simbólico evidencia mejor nuestra situación específica respecto a la realidad de la Iglesia. La sonda lunar y los astronautas descubren la luna únicamente como una estepa rocosa y desértica, como montañas y arena, no como luz.
Y efectivamente la luna es en sí y por sí misma sólo desierto, arena y rocas. Sin embargo, aunque no por ella, por otro y en función de otro, es también luz y como tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales. Es lo que no es en sí misma. Pero esto otro, que no es suyo, también es realidad suya. Existe la verdad física y la simbólico-poética que no se excluyen mutuamente.
El símbolo de la luna nos recuerda que la Iglesia no es el Sol y nunca debería pretender identificarse con él.
Este es el momento de plantearnos la pregunta: ¿no es ésta una imagen exacta de la iglesia? Quien la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos y las montañas. Todo esto es suyo, pero no se representa aún su realidad específica. El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor: lo que no es suyo es verdaderamente suyo, su realidad más profunda, más aún su naturaleza es precisamente la de no valer por sí misma sino sólo por lo que en ella no es suyo; existe en una expropiación continua; tiene una luz que no es suya y sin embargo constituye toda su esencia. Ella es luna –mysterium lunae– y como tal interesa a los creyentes porque precisamente así exige una constante opción espiritual.
La Iglesia tiene una luz que no es suya, y sin embargo es esa luz lo que constituye toda su esencia
Los símbolos, como decíamos, nos ayudan a comprender pues nos ponen en relación con realidades ya conocidas, de las que tenemos experiencia. Pero su eficacia va más allá.
Los símbolos tienen la capacidad de suscitar en nosotros la contemplación del Misterio. Nos remiten a lo conocido, pero también nos adentran en lo inabarcable. Nos sugieren que es mucho mayor lo que falta por descubrir que lo comprendido. Por ello, como decía el Papa, nos abren a una opción espiritual, al abandono en la fe.
El símbolo de la luna nos recuerda que la Iglesia no es el Sol y nunca debería pretender identificarse con él. Nos invita a una actitud humilde y amorosa, porque la naturaleza de la Iglesia es sobre todo recibir. La luz con la que puede resplandecer no es suya y el agua que continúa a dispensar viene de lo alto. Asimismo, este simbolismo nos introduce en el agradecimiento por el amor inmerecido y gratuito de Cristo a su Esposa y nos impulsa a trabajar por reflejar lo mejor posible su Luz.
Este artículo de Julia Violero se publicó originalmente en la edición nº139 de Mater Purissima (abril 2011)
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