09 Feb La tarea más grande: conocerse a uno mismo
Conocerme… Lo he de desear, he de querer entrar en mí y otear mis horizontes. No es tan fácil como pensamos a veces, pero tampoco tan imposible como a ratos nos puede llegar a parecer.
La tarea más grande, dura y difícil, consiste en comprender y amar quienes somos. Todo lo demás no puede aportarnos ni quitarnos nada sino en la medida en la que nos conocemos, nos aceptamos o no. Podemos pasar toda la vida haciendo cosas y no hacernos a nosotros mismos. Podemos, sin darnos cuenta, dejar en manos de otros la elaboración de nuestros proyectos, de nuestra vida, dejándonos llevar por lo que se lleva, por lo bien visto, por lo aparentemente brillante y atractivo.
Ser uno mismo debería ser el principal trabajo de cada ser humano. Mucho me temo que no es así. Me da la impresión de que un gran número personas vivimos en los alrededores de nosotros mismos. Huimos de nosotros, nos tememos. Posponemos en el tiempo el momento de mirarnos hacia dentro y afrontar los demonios y fantasmas que nos pueblan para poder ir al encuentro de las luces genuinas de nuestro interior. Como resultado, puede acontecer todo lo anterior: el abandono en manos de otros de la construcción de nuestra vida.
Pero la vida, que es sabia, nos da muchas oportunidades. Continuamente llegamos a encrucijadas en las que nos encontramos situados ante la imperiosa necesidad de tomar decisiones y es, en ese instante, cuando ponemos o no toda la carne en el asador, cuando nuestro ser queda movilizado o, por temor o pereza, flota en la superficie de las cosas.
El ser humano es un fascinante entramado de posibilidades, un diamante en bruto que puede pulirse a si mismo. Para ello, se le regala una vida y unos acompañantes de camino: familia, amigos y un sinfín de presencias que van apareciendo y yéndose. Junto con ello, muchos acontecimientos se transforman en momentos clave que, a modo de pruebas de una «yincana», harán que uno pueda comprobar quién es y de qué material está hecho.
Nada puede ser más hermoso que la vida vivida en plena consciencia. Nada más triste que un ser humano ajeno a si mismo y a la vida que bulle a su alrededor. Como espectador televisivo que salta de un canal a otro de forma aburrida con su mando a distancia, hay personas que van cambiando de actividad— ahora el trabajo, un poco después la familia, otro poco después el «canal» de los amigos,…—; pasan de uno a otro sin conexión y sin «pringarse» demasiado, a distancia. ¡Qué fuerza, en cambio, la vida que se hace río! Esa vida que fluye, que es una sola cosa aunque fluya entre territorios diversos, que a su paso riega la tierra y alimenta árboles y flores, a la vez que queda configurada, en su cauce, por aquello que encuentra en su camino.
Ser río que fluye supone descubrir el fondo de mi ser. Aquel yo que está más allá de mis actos, de mis miedos, más allá de todo. Para llegar a ese fondo del ser es necesario un esfuerzo y es en este punto donde tantos claudicamos o nos detenemos, enganchados en las trampas que nos acechan en ese camino, todas provenientes del ego. Esas trampas son la rutina, la baja autoestima, la superficialidad, el creer que ya lo sabemos todo, la tentación de la mera subsistencia— comer, tener dinero, casa, compañía, que no me molesten— o la tentación del perfeccionismo y de situarse por encima de todo y de todos. Hay muchas trampas más que adoptan las formas de nuestros temores.
¡Bienaventurado aquel que se adentra en este laberinto interior y desciende la espiral que lleva al centro! Esos seres regresan al «afuera» cargados de sentido y luz. Son «personas-río» que fluyen con la vida, personas que saben bailar la danza de la realidad. Son como surfistas que se adentran en el mar y saben tomar las olas de tal manera que no son destruidos por su inmensa potencia, sino que cabalgan sobre ellas aprovechando su empuje para llegar a la orilla.
Ojalá nuestra máxima inversión fuera en nosotros mismos. Ojalá fuéramos todos caballeros andantes de nuestro ser y pudiéramos derrotar a nuestros dragones y rescatar a nuestras interiores princesas secuestradas sueños, deseos, capacidades, fe, amor sincero, esperanza, fuerza, pasión, ternura, compasión y, todo ello, afrontando los peligros, la trampas, las desorientaciones, con ánimo y empeño.
Todo esto no se improvisa. Disponemos de unos años que son un inmenso regalo: los años de la adolescencia y juventud, época de cimentar el edificio de la personalidad. Por eso, aprovecha la vida y sácale su jugo en el mejor de los sentidos: conócete, rodéate de personas que te enriquezcan, aprende a ser tú observando tus errores como pruebas fallidas, no como catástrofes sin solución. ¡Aprende de los errores! Recuerda los acontecimientos importantes y estúdialos como la lección suprema que te enseñará muchas cosas de ti, de los demás, de la vida.
Cuanto más brille tu interior, más luz irradiarás hacia fuera. El mejor método de belleza es estar bien por dentro, amarte a ti mismo, ser dueño de ti y no esclavo de las mareas cambiantes de tu interior.
Experimentarás entonces la fabulosa riqueza que te rodea, sentirás la pasión de vivir de forma activa y no serás un espectador a quien todo se lo dan hecho. Los problemas normales de la vida, las frustraciones, lo doloroso, será para ti ocasión de ir más allá, oportunidad para crecer aún más y comprender en qué consiste esta fascinante aventura de ser tú mismo y estar vivo.
Este artículo de Elena Andrés se publicó originalmente en la edición nº126 de Mater Purissima (febrero 2007)
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